Cuando la realidad oprime se abre el sueño. Lo lógico se coloca por debajo de lo ilusorio. El alma se intercambia por otra más mística y comienzan las leyendas en las que se afianza la esperanza con proyectos eternos.
¿Existirán las realidades no ilusorias? Los espejismos musicales y fílmicos renacen y pueden durar lo que dura una vida. No hay idea en la mente que no sea un consuelo, un cristal con el que se mira que nos ayuda a mentir para sentirnos mejor. Una máscara universal bien elegida que solo es producto de la imaginación colectiva.
En esta época navideña me pregunto hasta dónde hemos llevado la idea de que existe un ser pseudo divino que le trae juguetes a los más pequeños si es que fueron buenos durante el año; o que cada año nace Jesús para que le arrullemos y le recemos; o que tres reyes magos llegan a nuestras casas y depositan regalos. Soñar no cuesta nada, me dirán las madres y padres a quienes les encanta perpetuar la ilusión de que esto sucede en el plano real de los niños.
A cierta edad se les revela la verdad a los niños –básicamente cuando ya lo saben pero siguen aferrados a pedir juguetes a sus anchas–. La magia de la navidad termina y comienza la adolescencia, una etapa en la que (entra mi yo psicólogo), en contraparte a esta mentira de la navidad, buscan revelarse contra cualquier falsedad y se vuelven insolentes y descarados.
En el mejor de los casos, esta búsqueda de la verdad continúa y, en el peor de los escenarios, se establece la mentira como método y el autoengaño les basta para ordenar sus vidas. Claro que esto sucede, en la mayoría de los casos, a nivel inconsciente. Nos contamos mentiras a nosotros mismos para que la realidad no sea tan abrumadora y buscamos fugarnos física y mentalmente en cualquier arte o actividad que nos parezca interesante y divertida.
¿Qué dicen los expertos?
De acuerdo a los sitios dedicados a la formación de los hijos, la edad en la que los niños son capaces de pensar de manera abstracta es a partir de los siete años. Entonces pueden entender mejor que fueron engañados –con todo el amor del mundo– y que Santa Claus y compañía no son reales. A lo que solo les queda decir: “fue bueno mientras duró”. Y tienen razón. Los recuerdos de buscar en el pino de navidad un regalo con nuestro nombre escrito es de los contextos más mágicos que llegaremos a vivir.
En el sitio Bebés y Más hay un artículo como este en el que se preguntan si acaso la fantasía navideña tiene fecha de caducidad. Dicen que la inocencia de los niños más chicos es uno de los tesoros que más emocionan a sus padres y que es bueno ser cómplices de su imaginación infinita. Y que si a los once años aún creen en Santa Claus y los Reyes Magos es mejor decirles la verdad y que, para estimular su curiosidad (muy necesaria en su adolescencia) es mejor entender como padres que los hijos vean más allá de los regalos.
Eso dicen los expertos ¿pero qué digo yo? (si acaso a alguien le interesa mi opinión) Como padres hagan lo que quieran siempre que sea con amor, no obstante, sí considero más importante la presencia de mis seres queridos, la salud y la capacidad de reír aun en los tiempos más adversos; que si existen o no seres míticos que nos ven desde las alturas y que nos premian por ser relativamente buenos.
La verdad no se nos revela de golpe, sino en grados que pueden ser de raíces amargas pero que tienen los frutos más ricos.
“Todo lo increíble es una imagen de la verdad” –William Blake
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nunca hay que revelar la verdad