Convertido en un maniático testarudo que cruza de ser compulsivamente controlador a ser bastante desordenado. Con sentimientos exaltados que van de una ira incoherente a un idealismo mágico y con aficiones como el suicidio, el rock, la seducción, la generosidad emocional y la dramaturgia, ando de aquí para allá desarrollando la telepatía y el manejo de la energía a través del baile y del canto como estilo de vida.
Bajo la creencia de ser un holograma que se proyecta en la inmensidad del espacio, en los círculos secretos del universo, donde existen zoológicos humanos y circos de frikis digitales, actúo para un público imaginario. Me ven, me escuchan. Todos se divierten y lloran conmigo mientras yo aprendo a caer con gracia y paso de ser un patán a ser lindo.
La obsesión por mí mismo me supera, mi egocentrismo es galáctico. Vuelvo a creer que es posible viajar en el tiempo. Habitar otros cuerpos como en la película de Avatar o Being John Malkovich. Mi rostro cambia de tez por un azul púrpura salpicado de oro, con una mirada a la que todos quieren tener acceso. Los pasos de baile más únicos son los míos y mis comentarios son los mejores. Casi que puedo escuchar los aplausos.
Poseído por el genio artístico, al no reconocerme frente al espejo, siento que soy la reencarnación literaria de Beethoven; una especie de William Burroughs resucitado, un doble agente, Bowie y el Conde de Lautréamont. Un experimento social. El personaje principal de un filme de David Cronenberg, en el que el mundo es un gran teatro y yo el personaje a seguir.
Víctima del vampirismo mental, no duermo como es debido –si acaso unas tres horas diarias–. Tengo enemigos que invaden mis sueños y buscan hacerme daño. Se acerca la Navidad y el Sol exige un rito solar sangriento; me quieren matar desde adentro en una pesadilla en la que no pueda oponer resistencia.
Para mi familia y amigos la situación es muy clara: David consumió alucinógenos otra vez y agarró un mal viaje, necesita ayuda psiquiátrica; de nuevo está hablando solo y no hay quien lo soporte así de psicótico. Es desconcertante. Requiere apoyo profesional. Diagnóstico: Esquizofrenia. Sufre de nuevo el síndrome del Show de Truman, el trastorno psicológico en el que el paciente cree que su vida es parte de un reality show (1).
Cuando tres policías entran a mi casa y me piden que los acompañe, entiendo que mi recaída es mayúscula. Me esposan y, con el consentimiento de mi familia, soy llevado a una revisión médica en el Hospital Universitario, donde me torno agresivo al punto de ser sometido por cinco guardias y luego inyectado en un glúteo para dormirme con un sedante. Al retomar la conciencia ya me encuentro dentro del hospital psiquiátrico Buenos Aires.
Algo de Historia Psiquiátrica
Si mi trastorno mental hubiese ocurrido durante la Edad Media (o antes), mi problema hubiese sido de naturaleza religiosa. Mi estado mental hubiese sido de carácter demoniaco y me hubiesen prescrito un exorcismo como forma de tratamiento.
Y aunque en el Siglo V antes de Cristo, el médico griego Hipócrates declaró que las enfermedades mentales estaban relacionadas con la fisiología y que bastaba con un cambio de entorno en el paciente para tratar el caso; la iglesia católica asociaba todo síntoma de locura con el Príncipe de las Tinieblas y los métodos para “curar a los locos” llegaban a un grado tan violento como ridículo, no obstante, lo más importante era que no anduvieran vagando por las calles. Se crearon instituciones en las que albergaban a las personas con problemas mentales y estas simplemente desaparecían.
La defensa de los enfermos mentales se produjo en Francia durante los 1700s. El médico Phillipe Pinel, disgustado por las condiciones de vida en los hospitales para los enfermos mentales, ordenó un cambio de ambiente; le dio a sus pacientes un entorno más agradable, habitaciones soleadas y prohibió el uso de grilletes y cadenas (2).
La abogada estadounidense Dorothea Dix –en 1840–, después de luchar y presionar por 30 años para obtener mejores cuidados para los enfermos mentales, finalmente consiguió que el gobierno financiara la construcción de 32 institutos psiquiátricos que tuviesen un mejor trato (3).
En 1883 el psiquiatra alemán Emil Kraepelin estudió las enfermedades mentales y comenzó a distinguir entre distintos trastornos. Sus notas sobre las diferencias entre el trastorno maníaco-depresivo y la esquizofrenia se siguen utilizando en la actualidad y hay muchos que lo nombran como el padre de la psiquiatría (4).
Entonces llegaron Sigmund Freud y Carl Jung y establecieron teorías que se emplean hoy como base para el estudio de la psicología. La terapia para curar a través de charlas de una o dos horas para revivir las experiencias pasadas se empleó para tratar los trastornos mentales. El psicoanálisis se inventó.
Alrededor de 1920, en los Estados Unidos, se dio otro cambio en la visión de la sociedad sobre la salud mental. A Mind That Found Itself, un libro de Clifford Beers publicado en 1908 –en el que narra sus experiencias dentro de dos hospitales psiquiátricos–, abrió la discusión de cómo se trataba a los pacientes con enfermedades mentales.
El libro One Flew Over The Cuckoo´s Nest de Ken Kesey, publicado en 1962 e inspiración para la película de Milos Forman (en español Atrapado Sin Salida), dio también otra perspectiva interesante sobre el trato a las personas en las instituciones psiquiátricas. La gente se preguntó si en realidad era correcta la manera en que estos lugares operaban.
Y después de hacer lobotomías a lo idiota –en las cuales le metían una aguja por el ojo al paciente hasta perforarle el cerebro dejándolo en un estado vegetativo– y emplear terapias de choques eléctricos que solo los deterioraban más, se desarrollaron medicamentos antipsicóticos a fin de hacer más manejables sus vidas afuera de los psiquiátricos.
Fue hasta finales de los noventas que se crearon las condiciones dignas que aseguraban que la cobertura médica fuera benéfica para todos, pacientes y familiares. Entre psiquiatría y psicología, apegados a los derechos humanos, las instituciones para tratar trastornos mentales se volvieron una buena opción cuando se llegaba a perder el sano juicio y era necesario un internamiento.
La Desmitificación del Paciente Psiquiátrico
Mi viaje al inframundo y la noción cósmica de mi existencia se terminaron. Dejé de creer que mi vida era un videojuego y de nuevo comencé a ser yo mismo, un chavorruco algo simpático que escribe y edita videos. Mis delirios de grandeza –llegué a decir que yo era el coronavirus y que yo mismo tenía la cura– se esfumaron, y recibía atención médica, pero esta vez, no en un centro de rehabilitación para tratar adicciones como en las veces anteriores, sino en un hospital psiquiátrico.
A este tipo de instituciones cualquiera de nosotros bien puede llegar, no es exclusivo para algún tipo de personas en particular. Edad, género, raza, religión, clase social, profesión, lugar de origen; las enfermedades mentales no distinguen a nadie. En el hospital Buenos Aires cualquiera es admitido (en mi caso de urgencia) si se halla en peligro de hacerse daño a sí mismo o a quienes le rodean.
A la primera etapa en el hospital Buenos Aires se le conoce como el Walk, un lugar que tiene cuatro celdas individuales donde el paciente solo tiene contacto con el exterior a través de una abertura en la puerta.
A decir verdad, el Walk fue la etapa más confusa para mí. Adiviné dónde estaba y el enfermero en turno me dijo que, en efecto, tenía razón. Mi visión de túnel se amplió y me hallé arrepentido por todas las estupideces que hice y que dije por dos semanas.
La segunda etapa es la Observación, una sala común en la que están dos filas de cinco camas unas frente a otras.
Ahí conocí a un tipo que gritaba que él era el mesías y hacía conjuros para que la tierra se abriera y nos llevara a todos al infierno (fue algo más gracioso de lo que creen), y a otro chavo que, en una horda de palabras, decía cosas tanto coherentes como incoherentes. Cuando le platiqué que yo escribía, quiso escribir un libro conmigo y soltó ideas de todos lados.
Todas las mañanas, mi doctora, junto con su staff médico, me visitó para valorarme y ver cómo evolucionaba. Me hacía preguntas y yo las contestaba todas con honestidad.
Entre comidas completas y colaciones, me alimenté de buena manera. Dormí a mis horas y gracias al medicamento recetado pude volver a ser una persona y no un personaje.
Me mantuve ecuánime, respetuoso, amable y, lo más importante, activo. Seguí con mi rutina de ejercicios militares (lagartijas, abdominales y sentadillas) y me dispuse a leer La Fortaleza Digital, un libro de Dan Brown que me prestaron.
Continué conociendo gente. Muchos que solo estaban ahí físicamente, sus pensamientos los traicionaban llevándoles a conversaciones sin sentido, y algunos ni siquiera eran capaces de articular una frase.
La vida vista de cerca –como bien dijo Chaplin– es una tragedia, pero vista desde la lejanía, parece una buena comedia.
La tercer etapa en el Buenos Aires es la Sala A, en la cual se puede andar con libertad por todo el hospital, salvo a la parte donde están las pacientes mujeres.
Como ya era parte del grupo, las trabajadoras sociales me invitaron a participar en las dinámicas; jugué serpientes y escaleras, uno, dominó, bailé, escuché una plática sobre la violencia y me la pasé riéndome de las ocurrencias de un par de amigos que hice allí mismo.
Para mi sorpresa, al sexto día de internamiento me dijo la doctora que al día siguiente era mi salida. Me recetó Olanzapina y Valproato de magnesio por las noches y me sugirió una dieta para que la siguiera.
Cuando volví a mi casa, le agradecí a todos los dioses, me preparé un café e hice varias llamadas para disculparme con mis familiares y amigos que tuvieron contacto conmigo durante las dos semanas que anduve de ingobernable.
Admití que mi psique está frágil como para andar experimentando con sustancias alucinógenas. Hice la oración de la serenidad y emprendí otra vez el programa de los doce pasos. Luego le llamé a los editores de FolkU y les propuse escribir sobre los hospitales psiquiátricos.
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Grande mi estimado, una detallada redacción de una pequeña odisea que aunque parezca sublime, en la mente del colectivo, fue eterna para quien lo vivió, animo y a seguir los 12 pasos, todos los días son el primero.
… En su sano juicio, comió pastel de frutos rojos!!!
Te admiro